Almohadas de piedra y de cangahua

Columnistas, Opinión

Todos las tumbas habían sido profanadas y, desenterradas de sus muertos, la impotencia quedaba expuesta a la reafirmación del desamparo. Ante la barbarie de los saqueadores, los espíritus huyeron abandonando sus cráneos en sus nidos de huesos. Pájaros agoreros iban recogiendo espíritus voladores. El sol enredaba hilos de heridas luces raras, entre los zarzales de chibucashas y las rojas tunas del espino blanco que retoñaba en los lomos de los tapiales.

 Era el cementerio de Pillahua una polvorienta cama que había quedado con sus cobijas destendidas en todos los desórdenes con que puede dejar el viento que trajo el pachacutik de la historia. Vinieron seres extraños a levantarlos de sus muertes para expulsarlos de la memoria,  y les fueron arrebatando todos los tesoros con que habían sido sepultados. Así quedaban quebrados los objetos con los que se fijaban sus querencias.

¿Quiénes son estos que han llegado a saquear y a profanar a los vivos y a los muertos?

Por ahí y por allá los zorros  huequeadores  han sacado las almohadas de piedra y de cangahua compenetradas con sudores de los indios que descansaban de su sueños soñados. Las  arrumaban junto a matas de espinos y alfombrillas de ñachag encendidas en su amarillo intenso. El viento levantaba sábanas de nubes imaginando  colores del amanecer y los arreboles del sol tras las montañas de los Andes que encienden luces distintas frente a los espejos del atónito Taita Chimborazo.

Quise pensar en el amauta que había dicho que, de todos modos, los muertos habrían de regresar tras de sus huesos que habían quedado disgregados como restos sin valor por todo el cementerio. Los viejos amautas sabían que una vez desenterrados, esos muertos renovarían sus vidas en nuevos lobeznos, en llamas, en curiquingues, en tórtolas,  en huarros,  en osos, en zorros y hasta en pulgas y en zancudos. Todo desenterrado volverá a la vida en otra forma, había sentenciado el viejo sabio.

Alguien que lucha contra el olvido tendría que volver a recoger los cráneos y las pedaceadas ollas y vajillas que no acaban de morir en manos de destripadores que todo lo saqueaban para borrar la historia. Ellos, los jinetes del saqueo, se habían dado cuenta que todo muerto era enterrado con sus dorados dioses para trascender en ultratumba. Sabían que la vida terrena era solo una ofrenda para quien supera las soberbias del mundo. ¿Será por eso que el alma baja con   todo lo que es de valor hacia la tumba?

Una bandada de quillu pishcus o jilgueritos amarillos con negro y blanco en sus plumajes revoloteaba en Pillahua buscando compenetrarse con las almas desenterradas. Los  inti palus daban sus pulsaciones con sus gargantas extendidas, levantando sus cabecitas al cielo chupando la sangre reseca que encontraban en las arenas de las tumbas huaqueadas. Y también aparecieron buitres y quililiques reencarnados, a espiar los descuidos de los jilguerillos. Nadie está libre de las garras del más fuerte.

No hay duda que aquí reposaban los caciques de Chunga Atug (los diez lobos) que gobernaban a los tomabelas. Los lobos ahora vagabundeaban espiando a las almas por los riscos del nevado Carihuairazo que todavía no había reventado su cólera que no la soportó hasta 1698. Dicen que reventó de furia por las profanaciones.  

Los lobos huelen el aire y aúllan resurrecciones desde sus reservas de vientos apostados en los pucaráes de las lomas. Los hijos del páramo volverán con los aluviones de los siglos desenterrándose de las entrañas de la tierra y regresarán a cobijar las tumbas de sus antepasados. Volverán con sus pasiones cuando menos lo piensen sus desenterradores a retomar sus chaquiñanes para caminar desafiando los peligros de la memoria. (O)

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