Sobresalto

De sobresalto en sobresalto es el modus vivendi de nuestra convivencia social.
Hemos normalizado el ruido, la crispación y el abuso al punto de que lo verdaderamente extraordinario es la injusticia, y no el respeto; el grito, y no el silencio que permite pensar; el escondrijo seguro, y no la valentía de aprender a caminar.
Vivimos en alerta permanente, como si la estabilidad fuera un privilegio ajeno y la convivencia un pacto siempre a punto de romperse. Y nada de esto es nuevo ni accidental.
Durante años, atestiguamos alborotos, corruptelas y despropósitos que dejaron de ser episodios aislados para convertirse en hábitos. Más todavía con el auge narco-delincuencial. De ahí que -profetas jugados- que no quisieron o no pudieron hacer realidad su oferta de servicio, no sean el mejor ejemplo a seguir ni única opción a escuchar.
Se dice que se aprende con el ejemplo, pero se escarmienta con el fracaso.
El sobresalto repetido erosionó la confianza colectiva y debilitó la memoria social: por eso, olvidamos rápido lo que indigna, pero recordamos con precisión aquello que divide.
La excepción se volvió regla y la cordura, un acto casi heroico.
En este clima, a empellones, intencionalmente se construye un relato de desgaste, incomodidad social y reiteradas acusaciones de “ineficiencia”, “abandono” e “incumplimiento” para instalar la idea del fracaso como verdad anticipada y justificar una revocatoria de mandato basada más en la insistencia que en el análisis.
No se discuten procesos ni contextos ¿para qué?
La oposición, martilla una consigna a través de algún recadero. Pero sorprende, la ligereza con la que algunos otros “eruditos” sostienen que dos años bastan para revertir décadas de deterioro institucional y económico.
La exigencia, además de ingenua resulta selectiva: supone que todo puede corregirse de inmediato, siempre que se atiendan -claro está- expectativas de quienes históricamente han hecho de la presión su principal oficio y vuelven hoy con su andanada de privilegios.
Así, la crítica, indispensable en democracia, corre el riesgo de degradarse en instrumento de desgaste.
El tiempo se acorta según la conveniencia, la paciencia desaparece cuando no coincide con intereses particulares y el debate público se empobrece, reemplazando la evaluación serena por el veredicto apresurado y la responsabilidad compartida por la cómoda búsqueda de un único culpable.
Poco o nada se dice de avances que sí existen, en materia de relaciones internacionales, cooperación en seguridad, esfuerzos de ajuste económico, financiamiento y corrección inflacionaria. No son definitivos ni suficientes frente a la magnitud de problemas heredados, pero ignorarlos deliberadamente no es crítica; suena más bien a deshonestidad intelectual, ya que reconocerlos no implica complacencia; implica rigor.
Cómo se ve, el problema no es solo señalar lo que falta, sino negar sistemáticamente cualquier esfuerzo, para evitar que se suceda el análisis con un balance adecuado.
En ese marco binario -todo está mal o nada cuenta- la discusión deja de servir al interés común y se limita a erosionar lo existente.
La crítica pierde entonces su vocación constructiva y se convierte en herramienta de conveniencia.
Lo anterior no significa cerrar anticipadamente puertas a la fiscalización y verificación de acciones y gestiones gubernamentales. Estoy convencido que no solo hay que permitir, hay que impulsar y conseguir sanción a las incorrecciones.
Sin embargo, quizás convenga recordar que el árbol de la convivencia aún tiene raíces. Y aunque sus hojas tiemblan, cuidarlo exige algo más que sobresaltos permanentes. Exige memoria, mesura y una crítica que, en lugar de secar y agrietar, ayude a sostener, abonar y reponerlo, para fortalecer su permanencia y crecimiento.
Dejar de pedir “peras al olmo” es una opción a explorar que nunca está por demás…. Vivir políticamente de aventura en aventura, en cambio… no nos hace ningún bien como país.
¡Saludable Navidad! (O)
