Sufrimiento y culpa

A veces la vida nos golpea con fuerza demoledora, acechándonos un revés tan brutal que el entendimiento se aturde y el sentido se ofusca. Tras el impacto de las malas noticias, tratamos de encontrar algún tipo de explicación, pero no la hay, solo un frío y amargo silencio recorre las venas que hielan el alma y gatillan un grito sordo de quebranto que es lo único que queda frente a la impotencia de no poder explicar por qué la vida es así de dura, por qué se ensaña con tanta furia arrebatándonos la paz que hasta hace un segundo nos pertenecía.
Eso fue lo que sentimos el pasado 30 de julio en la etapa de la Vuelta a la República que finalizaba en Ambato con el fatal accidente en el que un vehículo en competencia pierde el control y embiste a un grupo de espectadores matando a dos personas e hiriendo gravemente a varias más. Sentimiento intenso que no necesariamente nace de filiación con los involucrados, sino por el mero hecho de conocer la terrible desgracia, y, si a esta se le suma que víctimas y piloto (al final, todos víctimas) son ambateños, conocidos, amigos, personas de una calidad humana ejemplar, e hijos de dignísimas familias de la ciudad, el golpe, inevitablemente, lo asumimos como propio.
Es en ocasiones como esta cuando ni el más locuaz y elocuente letrado tiene la capacidad de articular palabra alguna que logre mitigar en algo la amargura contenida, y no solo porque no las hay, sino porque el dolor nos enmudece. Sin embargo, preguntamos: ¿Quién carajos se ha creído el destino para estrujar y pisotear el sosiego de gente buena por el resto de sus días? ¿Por qué ¡$*&%#! las víctimas del accidente, familiares y los que sin querer lo provocaron tienen que cargar para siempre con el sufrimiento y la culpa? ¿Por qué la vida es así de cruel?
No hay respuesta, y sin respuestas nos sentimos tentados a culpar al mundo, a nosotros mismos y a Dios. Cualquier cosa servirá de muy poco frente al desconsuelo que unos y otros estarán viviendo.
Pero, un momento. Efectivamente no habrá palabras que ayuden demasiado, pero sí hay acciones, y es que el verdadero consuelo nace en el acto de perdonar, pero no el perdón para absolver a otros, sino a uno mismo por el daño que me estoy auto infringiendo al decidir darle cabida indefinidamente al sufrimiento y a la culpa.
Recuerde que en esta vida, todos alternamos roles de causantes y afectados, de víctimas y victimarios, de ofensores y ofendidos y en cualquier caso sufrimos, ya por recibir el agravio, ya por haberlo producido. Por eso, lo mejor es olvidar el viejo concepto de perdón como indulgencia y darle paso al perdón como el acto íntimo y personal que -me- concede paz y consuelo en momentos de indescriptible tormento.
El dolor es inevitable, obvio, pero la culpa y sufrimiento eternos no necesariamente. (O)