No conviene resucitar a un muerto

Columnistas, Opinión

“Los epitafios demasiado recurridos no cierran una tumba; abren un camino” porque más que un adiós definitivo, son ecos de una vida que sigue hablando, enseñando e interpelando. 

En realidad, insistir en referirse a ellos, no sella el pasado, lo proyecta. No clausura el recuerdo, lo transforma en ruta a seguir por desprevenidos e incautos que nunca faltan.

Con mucha razón se dice que hay quienes, aún en el silencio eterno, siguen señalando “la ruta de escape”. ¡Si que lo sabemos!

Pero hay una preocupación ciudadana latente que, supera el mínimo de la cordura y lleva a suponer que -acciones emprendidas-  en función de colocar la última palada sobre el ataúd -del líder o movimiento que suponen muerto- no pasan de ser una ilusión que se desborda en la ansiedad.

En tanto, la confusión permanece abierta: No se trata de hacer coincidir las huellas, sino de fijar propia marca para abrir un sendero nuevo y eso… implica cambiar.

Consecuentemente, un epitafio –cualquiera que se use– no debería ser un cliché. Y, sin embargo, cuando lo es, adquiere otro poder: el de abrir caminos comunes. 

Caminos donde los dolientes se reconocen, no por lo que se dice, sino por lo que se siente. 

Queda claro que, los epitafios políticos repetidos no son tumbas: son mapas de duelo colectivo y, lo peor que haríamos es promocionarlos.

Por lo mismo, es menester obrar con cautela, pues, los anuncios de muertes políticas terminan por alentar el avispero, y como brasas ardientes, no apagan el fuego: lo dispersan.

Quienes anuncian derrotas definitivas, sea de una idea, de un partido, o de un liderazgo, casi siempre lo hacen con premura y arrogancia. 

Pero la política, como la historia, rara vez muere en silencio. 

A veces se reconfigura, otras se disfraza, y en no pocos casos, resurge con más fuerza, porque en el tablero del poder, lo que se presume extinto suele ser apenas latente. No de otra manera explicaríamos la frase “ver tostar granizos”.

Qué más quisiera yo que la presunción de “saberlos extinguidos y en los infiernos” fuera una verdad inamovible.

En lo dicho, anticiparnos a los hechos,  puede resultar un bumerán que irrogue más grave daño a todos.

Entonces, que no nos gane la soberbia. Ninguna muerte política es definitiva hasta que el pueblo la firma. Y eso, en democracia, no lo hace un titular noticioso: lo hace la historia.

Clave será revestirse de paciencia -como la de Job- para aguardar sin presiones el desencadenamiento que interiormente abrigamos, cual muestra de sinceramiento y corrección para con la verdad y la patria.

El olvido y el silencio serán el mejor homenaje para recuperar la honra nacional.

Algún día será. (O)

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