La falsa bondad

Columnistas, Opinión

Con el nacimiento de las religiones organizadas más antiguas (el hinduismo y el judaísmo hace aproximadamente tres mil años AC) y a partir de allí todas las siguientes, sus fieles les hemos encargado ser una especie de égida moral de nuestros actos. Desde entonces y, a excepción de aquellas interpretadas por el extremismo fundamentalista, todo el resto de seguidores religiosos crecimos y morimos con la idea de que para acercarnos a Dios hay que ser buenos.

Me temo, sin embargo, que la idea de bondad siempre estuvo mal entendida porque a veces hacemos tal cosa o tal otra pensando en que si eso o aquello está bien para mí. Por ejemplo, regalamos caridad porque nos hace sentir bien dárselo a alguien en inferioridad de condiciones. De la misma forma, perdonamos como concediendo nuestra piadosa indulgencia al infeliz que osó ofendernos, una especie de magnificente bondad jerarquizada. Todo esto es falsa bondad.

En estos casos y en muchísimos más que usted mismo irá descubriendo, el denominador común es que ese sentimiento de falsa bondad es producto de vernos separados unos de otros, como si aquel a quien ayudamos o perdonamos fueran entes completamente distintos a mí porque “yo no estoy en esas condiciones” o “yo no habría hecho eso”, provocando así lástima o resentimiento.

La idea, entonces, para que florezca la verdadera bondad es vernos unidos en esencia de igualdad, sin distingos superficiales, genuinamente reflejados en cada hermano como los seres de luz que somos. Bajo esta nueva perspectiva, ya serán los ojos del alma los que ven, y ahí, sólo ahí, cualquier acto que hagamos será legítimamente bueno.

A continuación, desafiaré su status quo espiritual proponiéndole practicar la verdadera bondad con el siguiente ejercicio:

Cierre sus ojos y piense en una persona a la que ama profundamente y que solo con recordarla su rostro se alegra. Mírela a los ojos y sonríale, dígale mentalmente que la ama, que la admira y que está muy orgulloso de su camino recorrido. Hágale saber que se siente bendecido y agradecido con su presencia. Finalmente, dígale textualmente: “si en algún momento me heriste, te perdono o, (si en algún momento te herí, me perdono) desde el alma y no lo juzgaré porque somos la misma luz de amor que vino a recordar y aprender.” 

Ahora, piense en una persona que le haya proferido una ofensa muy grave, a la que le guarda un profundo rencor y que no puede verla ni en pintura; cierre los ojos y exactamente con el mismo sentimiento de amor incondicional que lo hizo con la persona anterior, repítale las mismas palabras, sintiendo en su corazón cada una de ellas.

Esta es la verdadera bondad, este, el único amor que nos identifica.

Inténtelo una y otra y otra vez. No será fácil, pero si no desmaya, le aseguro que llegará el momento en que sentirá lo que realmente es perdonar.  (O)

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