Testimonios / Lic. Mario Mora Nieto

Columnistas, Opinión

“Cuando a mi regreso de España, dice Leopoldo García Ramón, en septiembre del año pasado (1888), fui a visitarle, se me oprimió dolorosamente el corazón al comprobar los progresos de la terrible neumonía purulenta que le consumía. Le consideré perdido. Llevaba en el costado una herida que a propósito mantenían abierta los médicos; habían practicado, además, en su garganta, una operación difícil y dolorosa; y a pesar de todo, ¡qué limpieza de su ropa interior! ¡Con qué afán arreglaba los puños de la camisa de dormir para ocultar sus pobres muñecas! ¡Cuánto agradeció que consintiese verle así, sin afeitar, despeinado, hecho una ruina! Luchaba con rabia contra la enfermedad; no quería morir; ¡pobre don Juan!”.

Leopoldo García Ramón, destacado escritor español fue a verlo con frecuencia en su lecho de enfermo, y cuya adhesión intelectual había sido bastante lúcida e influyente en el período de consagración de Don Juan Montalvo allá en Europa.

Ha confesado él que iba a acompañarle semanalmente mientras estuvo postrado. Y ha trazado este testimonio impresionante, por lo animado y fidedigno, del pobre paciente, devorado casi por la muerte.

            Mil ochocientos ochenta y ocho, fue un año particularmente trágico. Según su principal biógrafo, Dr. Galo René Pérez, “Montalvo había comenzado a obstinarse en huir de la capital francesa, como quien huye de un mal que se acerca, grave e irremediablemente. Se sentía cansado, y le entristecía la idea de que la existencia se le iba ya desmoronando con mayor prisa en ese suelo ajeno, que él, sinceramente, no amaba”.

            A propósito, el autor ecuatoriano Víctor Manuel Rendón, presenta un testimonio que delinea una imagen de Don Juan Montalvo en esos precisos días:

“Una tarde de invierno de 1888, me dirigí hacia el domicilio de mi excelente amigo doctor Agustín Yerovi. Encontré a mi distinguido compatriota en conversación con un paisano alto y delgado, que usaba bigote poco tupido en un semblante simpático, cuyos ojos negros brillaban bajo ancha frente coronada por abundante cabellera ensortijada. Me era desconocido. Le vi sentado en cómodo sillón cerca de la chimenea. Se irguió y el Dr. Yerovi, presentándonos, me dijo: Don Juan Montalvo. Viva impresión, gratísima, experimenté al estrechar la mano del renombrado escritor nacional”.

Fue precisamente en ese invierno cuando comenzó el tormentoso final de la brillante existencia de El Cosmopolita.

Entre el 8 y 10 de marzo de ese año, un torrencial aguacero hizo presa de él, mientras el frío le dentelleaba las carnes. Durante la noche la pasó muy mal. Los síntomas debieron ser tomados como los de una peligrosa neumonía, la misma que fue alcanzando, con el transcurso del tiempo, características de verdadera gravedad.

            El sentimiento solidario de un grupo de ecuatorianos residentes en París, encabezados por el Dr. Agustín Yerovi, y el Sr. Clemente Ballén, asumieron todos los gastos ocasionados por el tratamiento médico, que incluyó una delicada intervención quirúrgica, hasta el momento de su fallecimiento que acaeció el jueves 17 de enero de 1889, a la una y treinta de la tarde. (O)             

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