Tengo por mis hijos a María Rosa y a otra María Rosa. 1805 / Pedro Reino

Columnistas, Opinión

Así somos de obsesivos con ese afán de trascender. La vida la tomamos como una lucha contra la memoria; o mejor dicho, contra el olvido que es en el que se esconde  la definición de memoria. La conducta cultural es una ley en nuestro medio, salvando contadas excepciones. Si un matrimonio tiene un hijo o hija, llevará el nombre de su padre o de su madre, o por lo menos uno de sus nombres. El nombre de un abuelo también entra en esta tradición. Por eso aparecen los “Segundos” en el caso de los varones; y por eso mismo la fantasía y picardía popular ha generado el concepto de “Don Segundo”, como el asistente sentimental del “primero” que es el marido “oficial”. Saber que alguien lleva por nombre “Segundo”, indica que es el inmediato “sucesor” de su padre. Esto también refleja una conducta ubicada dentro del “machismo” del progenitor.

A veces, un primer nombre de un matrimonio dura hasta unas cuatro o cinco generaciones. En la época colonial se añadía a un nombre el calificativo de “el mozo” para diferenciarlo del antecesor. El ejemplo está en Diego de Almagro, que tuvo un importante hijo del mismo nombre a quien se lo conoce como “Diego de Almagro ‘el Mozo’”. En otras escrituras, cuando se trata de hijos cuyo padre tenía el mismo nombre, se añadía “el joven”, puesto que su padre pasaba a ser “el viejo”. Pizarro, tomó a la  hermana de Atahualpa conocida como Quispe Cusi (Diamante Alegre) para procrear descendencia mestiza. A esta mujer después la bautizaron como Inés Guailas o Inés Yupanqui. Como le salió mujer el producto de su engendro, la llamó Francisca Pizarro.

En el presente testamento ubicado en el Archivo de Ambato, don Mariano Rico (1805)  dice “Declaro que soy casado y velado con Casimira Urbina y durante dicho matrimonio hemos procreado por nuestros hijos legítimos a María Rosa y otra María Rosa, y Juan Manuel Rico, quienes se hallan gozando de la eterna bienaventuranza del cielo…”. Si un niño moría, el siguiente hijo ya tenía como herencia el mismo nombre del desaparecido.

Juan Montalvo tuvo dos hermanos mayores a él, el uno llamado Francisco, y el otro Francisco Xavier. Algo anecdótico resulta el nombre de la hija de don Juan en Ipiales habida con la mujer de servicio llamada Pastora Hernández. Debió ser decisión materna poner a la hija que les nació el nombre de Visitación. Su hermano Adán murió y quedó el producto de las visitas del escritor a la mujer que resulta pariente con la indígena Carmen Imbuacán.

Seguramente, tomando el ideal de la trascendencia, se documenta el caso insólito de la guayaquileña Joaquina Garaycoa, que apasionada por el Libertador Simón de la Santísima  Trinidad Bolívar al que se refería siempre como “El Glorioso”, cambió su nombre por el de Gloriosa Simona Joaquina Trinidad y Bolívar Garaycoa.

Muchos pensamos que guardando o heredando el nombre, podemos llegar a ocupar el espacio de nuestro antecesor. Pero, como los árboles, no hay tal que volvamos a tener las mismas características, la misma intelectualidad, las mismas pasiones, el mismo carácter de quienes heredamos el mismo ADN. Cada ser humano que nace es  quien es, si asume abrirse camino con sus propios desafíos. Pensar que por medio de la generación se perpetúa la esencia intelectual de un antecesor es una aventura. Perpetuamos la especie y a veces no hacemos honor a la memoria de nuestros antecesores. (O)

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