Lecturas dominicales  / P. Hugo Cisneros

Columnistas, Opinión


Las lecturas litúrgicas de hoy

Todos los domingos la Iglesia nos ofrece trozos bíblicos para las celebraciones dominicales en el templo. Comparto el comentario que hace, hoy, de ellos, Segundo Galilea, quien fuera mi maestro, en su libro «La palabra del domingo «.

Primera lectura. Is 66, 18-21

En esta profecía lsaías prevé la misión de la Iglesia. Esta misión es universal; por lo tanto los evangelizadores deben llegar a todos los rincones de la tierra donde el nombre de Cristo no es aun conocido. Para que la tierra entera alabe la gloria de Dios.

Segunda lectura. Hb 12, 5-7. 11-13

Aquí se nos da una clave religosa para entender mejor el miste­rio de las penas y pruebas de la vida. Dios las usa no para «castigar­nos;» -Dios no es un Dios de castigo- sino para purificar nuestros pecados y errores y para mejorar la calidad humana y cristiana de nuestras vidas.

Tercera lectura. Lc 13, 22-30

Este Evangelio tiene que ver con el problema de la salvación eterna. Mientras Jesús, por un lado, no considera las preguntas que provienen de pura curiosidad, por otro lado aprovecha la oportuni­dad para afirmar un par de cosas.

La salvación es seguir su camino («la puerta angosta») y la voluntad de Dios que coincide con la verdadera felicidad y libera­ción del hombre. El camino de la salvación es incompatible con una vida «fácil» e irresponsable.

La salvación, por supuesto, se ofrece a todos, y sin discrimina­ción. Esto significa que no hay ningún tipo de privilegio social, cultural, económico o de cualquier clase que permita «sentarse a la mesa del Reino de Dios». Sólo las buenas obras y la imitación de Cristo ganarán un lugar en la mesa del Reino.

Por  eso  muchos  que  hoy  aparecen  los  primeros  serán  los  últimos; y muchos que parecen ser los últimos serán los primeros.

Aquel hombre que se encontró con Jesús estaba preocupado por el número de los que se iban a salvar. Si el cupo de los que van a entrar en el cielo es limitado, es de suponer que las pruebas de acceso serán más complicadas. Para entrar en el cielo tendríamos que pasar por una prueba como la que se hace para entrar en la Universidad. Sólo los mejores lo lograrían. 

Pero la respuesta de Jesús no indica eso. No habla de que sea necesario un grado de santidad especial para entrar en el cielo. Por la respuesta de Jesús diríamos, más bien, que el que preguntaba no indagaba por el número sino por quiénes serían esos pocos. Y de alguna forma daba por supuesto que los que se salvasen serían los miembros del pueblo elegido: el pueblo judío. Entendiendo así la pregunta, se comprende perfectamente la respuesta de Jesús. Nadie puede dar por supuesto que está salvado por pertenecer a un determinado grupo. Hay que esforzarse por la salvación. Como se nos dice en la parábola del tesoro escondido en el campo, hay que vender todo lo que se tiene para obtener la salvación. Según Jesús, la puerta de la salvación es estrecha y vendrán muchos, de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. Muchos que quizá no crean tener derecho, entrarán los primeros. Y muchos de los que se creen con derecho, se quedarán fuera.

      ¿Qué significa esto para nosotros? En principio, no pertenecemos al pueblo elegido. Somos de esos que vienen “de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur”. Pero también es verdad que somos cristianos ya de muchas generaciones. Podemos pensar que tenemos derecho a la salvación por la sencilla razón de que ya nuestros abuelos y bisabuelos eran cristianos, iban a misa todos los domingos y cumplían los mandamientos. Jesús nos dice hoy que la salvación, nuestra salvación, depende también de nuestro esfuerzo personal, que no podemos dormirnos en los laureles. Pero sobre todo nos dice que no podemos excluir a nadie de la salvación. Esto es muy importante. En la salvación entramos en cuanto nos hacemos hermanos de todos. Si el mensaje fundamental de Jesús es decirnos que todos somos hijos de Dios, ¿cómo podemos pretender excluir a nadie de esa fraternidad? En la medida en que excluyamos a alguien, nos excluimos a nosotros mismos. No es que Dios nos cierre la puerta del cielo. Nos la cerramos nosotros mismos. 

      La puerta del cielo es estrecha. Para pasar por ella hay que cumplir con una condición obligatoria: vivir la fraternidad en el día a día de nuestra vida. Es lo que hacemos en la Eucaristía, donde nos juntamos y compartimos el pan como hermanos. Es lo que deberíamos hacer todos los días: vivir como hermanos. 

Algunas preguntas para pensar durante la semana

¿ Cuál es mi «filosofía» con respecto a las pruebas de la vida? ¿Soy de aquellos que piensan que porque son católicos su salva­ción está ya asegurada?

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