Elige la rama del árbol para ahorcarte. 1547/ Pedro Reino Garcés

Columnistas, Opinión


Yo ya no quiero leer ese libro que le gusta al abuelo. Es lo mismo que ahora se ve en  las noticias de la televisión . Me dice que no es cuento sino una historia de la realidad. Yo le dije que por eso mismo es que no me gusta ese libro.  Él cree que leyendo lo que a él le gusta me instruyo mejor que con mi profesor que me sabe hacer leer los cuentos de Pinocho. Además, ni conozco Lima para saber dónde les han ahorcado a esos tres políticos de la conquista.

El abuelo me dice que les han de haber llevado a algún parque donde había árboles, a esos tres prisioneros que habían ido a esconderse de  quienes les estaban persiguiendo en el Cusco, por no ser fieles con el que mandaba en ese entonces en todo el Perú, que era el Gonzalo Pizarro. El abuelo  dice que una vez había ido al Cusco y que eso queda lejísimos de Lima. Hasta me mostró un mapa y ahí no se entendía nada.

Eso ya no me importa porque ahora soy ecuatoriano, le dije a mi abuelo. Esas historias deben leer los abuelos peruanos a sus nietos peruanos. Pero él me dice que en ese tiempo los conquistadores  decían que Quito era peruano, aunque muerto Atahualpa ya todo había quedado desbaratado y ya no había el tal imperio de los incas. El abuelo decía que los españoles fueron los que pusieron de nuevo los límites para quedar de gobernadores de lo que les quitaron a los incas. Eran tiempos en que los conquistadores venían a robarse imperios sin saber ni por dónde eran los linderos.

El abuelo me dice que lo que pasa en lo que dicen las noticias se entiende mejor leyendo el libro que  quiere que yo lea en su delante, y que él me va a explicar lo que no entiendo. Mira abuelo, el título dice: “Elige la rama del árbol donde quieres que te ahorque”. Y yo creo que a todos los malos deben ahorcarles en las ramas gruesas. ¿Ya ves hijo que a lo mejor el ahorcador quiso salvarle a uno de los ahorcados?

“Ahora que estáis en el poder, todos sois traidores, todos sois asesinos, todos sois sediciosos, todos sois perversos. Aquí no hay fidelidad de nadie para nadie. Olvidasteis nuestra contribución a la causa del despojo y del saqueo”. Mejor apaga la televisión para concentrarnos.

Y el abuelo se puso a oír la lectura: Olvidasteis mi particular empeño y mi arrojo cuando “En 1535, acompañado de Juan Pizarro, salí a castigar a los indios de la encomienda de Pedro de Moguer, que se habían revelado, derrotándoles completamente. Dijo el reo.

Silenciad vuestros  hocicos de sabuesos olfateadores de riquezas. Yo, que me llamo Francisco de Carvajal, ejecutor de las sagradas disposiciones de mi señor don Gonzalo Pizarro, he descubierto el  escondite de vuestra traición. ¿Por qué habéis abandonado el Cusco para llegar a esconderos en Lima? ¿Acaso no queréis defender lo que se os ha entregado del saqueo? ¿Quién os ha dado de lo que ahora tenéis? ¿Desconocéis la fortaleza y el sacrificio de los Pizarro que han doblegado a todo un imperio?

He decidido ahorcarles a los tres en este árbol. Ya están listas las sogas con sus nudos corredizos.  Les dejaremos colgados y desnudos tal como llegamos todos a estas tierras. Si no habéis valorado la fortuna obtenida gracias a la conquista y a nuestros capitanes empresarios conquistadores, conviene que vayáis al cielo o al infierno, despojados de lo que conseguisteis en la tierra. Ahí estaban pálidos Martín de Florencia, Pedro de Saavedra y Pedro del Barco, mirando el árbol en donde iban a quedar colgados como frutas del mal. El ahorcador Francisco de Carvajal, dirigiéndose a Pedro del Barco, reconociendo que iba a ahorcar a un valiente colaborador de la conquista le dijo: “Tenéis media hora para confesaros” ¿En cuál de estas ramas queréis que os ahorque?

Y el reo había contestado. Me da igual. Sabed que nos volveremos a ver cuando hagáis la entrada triunfal en el infierno con los cien mil ducados que quedan de mi fortuna; a más de la casa de las Vírgenes del Sol en el Cusco que me tocó en el reparto. Transmitidle mi repudio a don Gonzalo Pizarro y decidle que no le va a durar mucho sus ansias de poder y de autoridad.   (O)

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