El hijo pródigo y su hermano / Juan José Quesada Revelo

Columnistas, Opinión

Aquel que desperdició todas las herencias en los vicios del mundo, aquel que pecó y sufrió sus consecuencias, aquel que fue tan libre para marcharse y luego buscar el perdón; aquel es el hijo pródigo, nada ajeno a lo que llamaríamos un sujeto con experiencias de vida parecidas a las de cualquiera.

El hermano, por su parte, obediente y trabajador, no pudo más que enojarse por la bienvenida indigna que le ofrecieron al mal hijo. Su obediencia es la renuncia al mundo en favor del cumplimiento de la voluntad del padre. Esto quiere decir que el hijo bueno rechaza todo goce que el hijo malo ha experimentado.

Juguemos un poco con la imaginación y pensemos qué pasó luego. Lo más seguro es que el hijo pródigo volvió a trabajar, buscando un nuevo acercamiento con las normas del padre, a la vez que era tentado por aquellos placeres que, a pesar de dejarle en la ruina, seguían siendo apetecibles. De tal forma que el hijo pródigo volvería a caer y volvería a buscar el perdón. 

Este es un descubrimiento importante para el sujeto y nos remite al pecado original, puesto que a partir de Adán y Eva el trabajo se convirtió en un castigo por acceder a un goce prohibido. Entonces pensemos un poco la posibilidad de que el hombre no trabaja para gozar, sino que goza y como expiación del pecado por gozar, necesita cumplir una penitencia, es decir, trabajar.

Seguramente casi nadie estará de acuerdo con esta fórmula, ya que disfrutamos nuestras identificaciones como hombres de bien que trabajamos duramente y rechazamos cualquier desmesura (pero si ésta llega a pasar será tratada como una eventualidad que no merece recordarse). Sin embargo, quien niega su goce, niega su deseo, pues el hermano melancólico sólo cumplía la parte de la penitencia (trabajo y obediencia), sin gozar; por tal motivo su vida carecía de sentido. 

Es curioso ver que el sujeto que admite de manera inamovible la verdad que le fue impuesta es suficientemente arrogante para juzgar a los otros y sentirse merecedor del favor de Dios; y suficientemente incapaz para tener una vida propia, expuesta a riesgos y errores, es decir, decisiones. 

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