El fuego del deseo / Guillermo Tapia Nicola

Columnistas, Opinión


Me apresto a la quema virtual del Viejo que, resumiendo todo un año atípico e imprudente, me ayude a entender una vez más, la vida misma.

A dimensionar ese caudal de causas y vivencias secuencialmente dispuestas como parte de la corriente húmeda de un río que se desborda en sentimientos. A discernir entre ese ir y venir de ideas, gráficos, escenas, locaciones y espacios entumidos de aglomeraciones y, carentes de ese aire abrigado en la garganta, resoplado a libertad en los diálogos, difuminado en los gritos y retenido en los saltos.

Trato de imaginar cómo sería el muñeco sin el vaho alegre de los niños, y cómo, su contenido corpóreo y cómo, el continente que lo acoja.

No alcanzo a descifrar ni tan siquiera la estructura, porque no concibo que arda una figura amorfa y menos una estilizada invención de la nada.

Y es cuando me invito a pensar si antaño, acaso no intentamos -más de una vez- quemar el espíritu que suponíamos enclaustrado en un poco de aserrín embutido en una ropa cualquiera, cosida previamente en sus agujeros obvios y en los aparecidos por el tiempo, para evitar que se desparrame el condumio agregado: madera triturada o viruta desperdiciada y dispuesta a la inmolación.

Pero, la pintura global en construcción, ese panorama incompleto del que hablo -por ahora imaginario- se empeña en recuperar los llantos y gemidos de las dolientes de negro que deambulan, agitan su dolor y apaciguan su miedo con uno que otro centavo colocado generosamente en sus manos por los viandantes que sonríen al mirar el espectáculo circundante de la mortaja apurada en cualquier puerta.

Mientras tanto, el eucalipto, balanceando su esbeltez desde lo alto de una cima, apoyado por la brisa decembrina, agita el follaje que hoy mantiene a buen recaudo y fuera del alcance de los piromaníacos que -en la distancia- aspiran, saborean y hasta se relamen con el aroma refrescante de sus hojas. De seguro estará pensando igual que nosotros, que muchos, en la importancia de la vida, del aire, de la tierra, de las plantas, de la humanidad.

Con añoranza, los ojos se deleitan en el recuerdo y la palabra se engarza en la improvisación. Y vuelan por sobre las callejuelas adornadas y las ventanas coloridas de luces y destellos en medio de un silencio sepulcral de abandono y soledad.

Entonces, esquinados en los cuartos más amplios de las casas, se agolpan entre vetusteces y se abren paso entre juguetes y posesiones; relucientes pesebres que recuperan la natividad en cada musgo, en cada piedra, en cada rebaño, en cada diminuto pueblo acomodado sobre colinas de papel arrugado, en cada manantial dibujado y en cada estrella, anunciando -como todos los años- la llegada de un niño salvador.

Y esas expresiones de recordación y veneración abren sus brazos generosos para compartir amor. Y extienden su mano para compartir solidaridad. Y esbozan una sonrisa para sostener la alegría y garantizar la paz.

Pero… ¡qué ofrecerle! ahora que venga. Si solo poseemos iniquidades. Desigualdades e injusticia. Corruptelas tapizadas de inocencia, justicia limitada a la inconsciencia y hambre, y frío…

La dualidad de la felicidad y la agonía está otra vez presente en nuestras vidas; y nos cabe fuera del pecho solamente la esperanza.

La nueva normalidad, que no es sino una anormalidad a la que deberé acostumbrarme, tanto como me ocurriera ya con las corridas de toros, las peleas de gallos y más recientemente con las competencias del fútbol. A las que he podido acceder y mirarlas solo a través de las pantallas, a veces a hurtadillas, para no causar revuelo ni generar comentarios lapidarios que casi siempre terminan por contrariar la afición y señalar al aficionado sin más trámite. Una normalidad que nos convoca a albergar una sonrisa discretamente oculta y apenas si perceptible en la mirada, en tanto aguardamos un advenimiento del que no sabemos nada y esperamos mucho, o quizás sea al revés. Aunque aguardamos por una vacuna que nos alivie el mal que nos aqueja.

Desde la soledad interior de la nostalgia, en unas festividades reveladoras, diferentes, la cabalgata de recuerdos se sucede, así de displicente, ante la mirada absorta focalizada en la puerta cerrada de la casa de habitación en la que subsisten un par de almas sujetas a una mascarilla y a un dispositivo de alcohol. Esa es la fotografía de la actual normalidad y su desafío de vida.

Creo que voy a quemar el año viejo con el fuego del deseo y la flama de la incertidumbre, para que arda lo suficiente hasta purificar las cuitas y hacer que afloren las ilusiones. Entonces, el futuro será presente y el cambio de paradigmas una constante que permita superación y sobre todo, vida. ¡Sí! vida a manos llenas y felicidad, y gratitud, y paz, y bienestar, y compañía, y amor.

¡Felices Fiestas.!. (O)

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