El desplante desarmado de un gavillero

El título de este artículo no pasaría de ser una frase cargada de fuerza simbólica y contrastes. Sujeta, sin ninguna duda a interpretaciones en la medida en que nos adentremos metafóricamente a desentrañarla; de no mediar la figura marginal de un personaje que, según refiere la cercana historia regional, solía portar armas y proferir amenazas.
Es que en la escena política latinoamericana -no se diga en la ecuatoriana- abundan protagonistas que, como viejos gavilleros, emergen de las sombras del resentimiento, la exclusión o la memoria de añejas revueltas. Que perduran solo, hasta cuando el poder se les escapa; y, cuando ya no les queda ni la fuerza de la ley ni la intimidación de sus discursos; solo les resta el gesto, el ademán altivo, el grito vacío… el desplante desarmado.
Muy probablemente algo de eso nos ha tocado vivir hace unos días.
Con despecho diría que hasta resulta entendible que ocurra.
Ya que todos los esfuerzos de los visionarios coludidos del siglo XXI estuvieron encaminados a tomarse nuevamente un territorio (el nuestro) que lo han pregonado suyo; y, aquello no ocurrió por tercera vez consecutiva.
Es que, en esas manos, el poder rara vez se entrega con dignidad: más bien se administra como botín, se resiste como trinchera o se recupera como revancha.
Sin que sea menester nominarlas, figuras que marcaron el continente en las últimas décadas, plenamente identificables e identificadas, encarnan el arquetipo del gavillero político.
Líderes nacidos del conflicto social, portadores de discursos de redención, enemigos declarados del statu quo, y, sin embargo, hábiles constructores de estructuras propias de poder.
Entonces se vuelve urgente, casa adentro discernir y señalar que, el desplante desarmado de un “convidado” jornalero de la política, no es solo teatralidad, es un simbolismo que no intimida por la fuerza, aunque pretende -sin lograrlo- hacerlo por la convicción.
El gavillero, ahora sin armas ni respaldo, recurre a la memoria de su figura. ¡Aún sin fusil, quiere infundir temor! ¡Aún sin votos, quiere imponer su relato! Y lanza su última mirada de provocación, en nombre propio y en nombre de “esos otros suyos” que no pueden acudir como él, so pena de ser legalmente aprehendidos y retenidos.
Lo acontecido sería un problema si el sistema político -en su debilidad- siguiera tratando al “gavillero” como si aún portara armas; y lo sobredimensiona, le teme, y lo negocia.
El país no puede verse atrapado entre dos ficciones: la del poder que ya no manda y la del insurgente que ya no amenaza.
Frente a ellos, nuestro presidente, sin la épica ni la narrativa insurgente, opera desde otro registro: la racionalidad. No necesita desplantes: su poder se afirma en la formalidad, en la juventud convertida en argumento, en la neutralización del conflicto por decisión y no necesariamente por cansancio. No se enfrenta a un sistema: lo readecúa. No clama refundaciones: administra daños. No grita: calcula.
Porque el verdadero peligro no está en el desplante desarmado, sino en los sistemas que lo permiten, lo amplifican o lo necesitan para ocultar su propia cobardía.
Felizmente eso no ocurre en el Nuevo Ecuador. (O)