Todos por la unidad / Guillermo Tapia N. 

Columnistas, Opinión


En estos días, se ha vuelto recurrente escuchar la convocante frase de «todos por la unidad» precedida o complementada, según el caso, de otras que terminan siendo como la cereza del pastel, la acción a conseguir, la preeminencia circunstancial, o la vanidad humana puesta de manifiesto.  Y es que, todo es posible acordar, siempre y cuando -modestia aparte- ese alguien sugerente, único, irremplazable y a veces hasta virginal, sea el receptor final de los posibles acuerdos y preferencias.  

No faltarán las insinuaciones directas, camufladas y espontáneas que, todas, van en busca de lo mismo. Solo les diferencia -temporalmente- el nivel al que pretenden acceder, por ese derecho divino de haber captado alguna preferencia electoral. De esta suerte, los políticos acreedores del reconocimiento popular ingresan en una suerte de status -casi como en el limbo- en el que empiezan a olfatear otros aromas y potencialidades, poniendo en marcha la novel capacidad de movimiento para mostrar sus virtudes y eventualmente ser sugeridos para algo, por alguien.  

Lo que no se quiere decir ni reconocer es que, si en efecto se llegaría a preguntar al elector «si estuvo en su voto incluida una alianza tal o cual, o un acuerdo bajo la mesa que privilegie un as bajo la manga del sujeto político al que entregó su confianza o que desdeñe la posibilidad de juntarse para bien del país con otras opciones dentro de un plan más amplio” la respuesta obvia sería abrumadoramente no. El voto tiene un límite, connatural con la dignidad a la que se postuló el candidato electoralmente apoyado.  

Entonces se buscan modismos para, vía entrevistas, hacer declaraciones con aparentes indefiniciones o negativas iniciales que, les ayude, a concretar lo que en realidad aspiran, luego de poner precio a su conciencia o valor a su experiencia. ¡Se pierde la humildad y se marean en la primera oportunidad!.  

Los votos no son endosables, es otra de las verdades que se agregan al diálogo -políticamente legítimo- que busca adherir simpatías en favor uno u otro de los finalistas, no obstante, algunos directivos no piensan igual. Suponen que son los artífices de todo, casi de la existencia de los votantes y, por lo mismo, piensan que son los únicos con capacidad para hablar y direccionar no solo el comportamiento ciudadano cercano a su ideología, sino también el de aquellos otros que sin serlo, desde su independencia, les prodigaron su confianza en el último proceso electoral.  

Se insiste en el discurso que tiende a marcar distancias con hechos políticos anteriores y comportamientos reñidos con valores éticos o morales, pero se lo hace -verbigracia- desde la óptica restringida de la “vieja política rencorosa” que, con aparente cara nueva, no supera el dolor de una elección fallida ni tampoco el dulzor de una ganada.   

¡Sí que somos especiales los ecuatorianos!    

El propósito de enarbolar la unidad nacional para alcanzar un nuevo derrotero funciona solo, siempre y cuando “yo sea el ungido y no otro”.   

El pensamiento limitado a las paredes craneales termina por obnubilar la vista y acrecentar el egoísmo.   (O)

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