Festejo en el tiempo / Guillermo Tapia Nicola

Columnistas, Opinión



Definitivamente me quedo con los recuerdos. Los bailes populares en los barrios, las orquestas, los desfiles cívicos de colegios y escuelas, los concursos, marathones y carreras populares, la euforia de una franciscana ciudad que, por esos días, vestía de luces, zapateaba en los tablados y adornada de flores gustaba de las delicias gastronómicas típicas en donde las Huacas, en el Chulla Perez, en los Caldos de la Amazonas, en Las Redes, en la Marín, en la Mama Cuchara o en el Hotel Quito.

Me quedo con la elección de la Reina en el Teatro Bolívar, las barras y los emocionados llantos del final. Me quedo con el último «ole» descapotado de angustia frente a la noticia del impedimento de las corridas. Me quedo con el pañuelo blanco extendido reclamando una oreja. Me quedo con el último redoble del pasodoble entonado por la Banda de Músicos de la Capital. Me quedo con la letra y música del Himno antes del intento fallido de mover sus notas y sus proclamas. Me quedo con la Minga de la Quiteñidad, el embanderamiento de las casas y las flores en los balcones del centro. Me quedo con el entusiasmo de los niños. Me quedo con la solidaridad del vecindario. Me quedo con las comidas espontáneas, los pristiños, la fritada, las empanadas de morocho y las presentaciones del circo. Me quedo con las competencias citadinas del inigualable juego de 40, sus dichos, sus tantos, los perros y su algarabía.

Me quedo con el aire respirado, con ese aroma húmedo levantándose del suelo con la salida del sol. Me quedo con las transmisiones de las corridas de tv en directo y la emoción del aplauso. Me quedo con la memoria abierta al recuerdo y con el sabor del furtivo beso en el vecindario, camuflado entre mirada y mirada; y otorgado entre piropo y piropo.

Me quedo con la lluvia mojada de la tarde y noche del cinco de diciembre, el chuchaqui del seis y el recuento de la fiesta hasta coincidir con la novena navideña. Me quedo en el helado de crema de la Asunción y los tamales de la Imbabura. Me quedo con el largo viaje a Cotocollao y el periplo a Chillogallo.

Me quedo con la ciudad del encanto y la quimera, recogida en las tenues sombras de los templos, descolgada del Pichincha, balanceando su estirpe al mundo.

Me quedo, finalmente, en el espacio de la nostalgia, desgastada por el paso del tiempo, pero feliz de ser compartida. Me quedo en El Panecillo y su mirada circular. Me quedo en el festejo del Quito añorado, apacible y respetuoso, incapaz del escarnio y la diatriba.

Me quedo en el silencio del grito retenido en el pecho.

¡Viva Quito! (O)

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