El insulto / Kléver Silva Zaldumbide

Columnistas, Opinión


MEDICINA INTEGRATIVA ORIENTAL 

Dicen, los que saben, que en cuanto Dios puso al hombre en el mundo, éste aprendió a tomar contacto con las cosas, y expresó su complacencia con el elogio, y su disgusto mediante el insulto. El hombre no suele emplear términos medios cuando de enjuiciar las cosas que le atañen directamente se trata. Unos dicen que tan sólo hace 70 mil años nos convertimos en seres “emocionales que razonamos”, y que antes éramos netamente “emocionales”. De ahí que el corazón del hombre es extremado y pendular cuando se hace una idea de sus semejantes, siendo su arma principal la palabra. La conjetura, la apariencia, el pre juzgar con poca evidencia, utilizando, negativamente, en la mayoría de veces, su imaginación y su suposición es propio del ser humano. Por eso el adjetivo es la parte de la oración gramatical que más nos compromete y porque dice lo que pensamos, queremos, creemos, esperamos, amamos u odiamos de los demás. Es el producto de un examen personal del mundo, a menudo doloroso, y la sentencia que da el hombre toma forma de elogio o agravio. Decimos fulano es bueno o malo; mengano, guapo o feo; zutano leal o falso; perencejo, listo o tonto; y que la vida es una maravilla o una porquería. Entonces el adjetivo es la forma lingüística que poseemos para describir el mundo y expresar la opinión que nos va mereciendo el día a día. Todos estos antecedentes ponen de manifiesto no sólo la abundancia de elementos insultantes con que contamos para “arrastrar” verbalmente al prójimo y “ponerlo en su sitio”, sino que al mismo tiempo nos pone sobre la pista de algo que sospechábamos: nos regocijamos con el insulto dirigido al otro, y a menudo nos entristece el elogio que se le adjudique. Por eso hay que preguntarse: ¿Qué haríamos sin esta tracalada de palabras que se nos vienen a la boca ante la injusticia o la ruindad ajena? 

Hasta el mismo Dios tras crear al hombre y colocarlo en el Paraíso puso en su sitio a la serpiente en el primer enojo divino de que hay memoria: “Maldita seas entre todos los animales y bestias de la tierra”. Los interpretes bíblicos describen a la serpiente como falaz y falsa, y se percibe un ambiente opresivo en esos días últimos de la presencia de la primera pareja humana en su hábitat prodigioso: mentiras, ambiciones, venganzas. En los Evangelios canónicos, cuando látigo en mano expulsa a los mercaderes del templo, Jesús los llama “raza de víboras, generación malvada y adúltera, hipócritas, malditos. También cuando Caín con desvergüenza miente. De nuevo el Señor maldice, y uno se pregunta: ¿Esa frase de maldito seas, maldito serás entre las naciones, es realmente insulto? He ahí la cuestión: llamar a alguien asesino, criminal o canalla no es insulto si la persona a quien se dice lo es, ya que el insulto estriba en adjudicar a alguien un predicado que no le cumple o le viene grande: es como un traje que debe ajustarse a la medida del que ha de lucirlo. 

Cervantes ya sospechó que ‘los hombres somos como Dios nos hizo, y a veces peor, por lo tanto, tarde o temprano nos hacemos merecedores de que nos recuerden de qué “pata” cojeamos. La contemplación de la maldad, la indignación producto de la injusticia, el cinismo, la mentira, nos “incendia”, nos moviliza y puede sacar de sus casillas incluso al más santo. Se dice también que quien insulta no esconde nada, sino que respira por la herida: “ex abundatia cordis os loquitur” dice el libro sagrado, que es tanto como decir que a la boca sube lo que hay en el corazón. 

Deja una respuesta