Mirad al cielo / P. Hugo Cisneros

Columnistas, Opinión

      El cristiano refleja la figura legendaria de Abraham, un hombre abierto al cielo, abierto a la grandeza del infinito. Un hombre creyente sin ese horizonte es un hombre sin razones para vivir, es un hombre cerrado en la inmanencia de esta tierra, es un hombre dominado por sus limitaciones.

      El hombre, y mucho más el creyente, fue hecho por Dios para alzar la mirada e ir descubriendo los grandes e imperecederos valores que tienen que guiar sus pasos. Son esas grandes luminarias las que deben dominar el horizonte de la vida del creyente. Un creyente que ha perdido el horizonte es un ser destinado a confundirse con la tierra y con sus valores, por ello san Pablo nos recuerda que “no debemos aspirar a cosas terrenas, sino que somos ciudadanos del cielo” (2ª. Lect.). Por esta misma razón Cristo se presenta en la gloria del Tabor para indicarnos cuál es nuestro destino (Evangelio).

      Así será tu descendencia

El creyente de hoy tiene que traducir la gran fecundidad de Abraham, hombre de fe. La fe del creyente no puede encerrarse en la infertilidad de vida y de amor. La fe hecha vida tiene toda una fuerza de fecundidad, engendra hombres decididos, hombres honestos, hombres de responsabilidad plena, hombres que con su sola presencia generan alegría por la vida, entusiasmo por el verdadero amor.

      La descendencia de Abraham, transformada por la acción de Cristo como dice Pablo, es una descendencia comprometida con el cambio de las personas hasta que lleguen a ser ejemplo (2ª. Lect.); es una descendencia comprometida con el cambio de hoy. La Iglesia en nombre de Jesús quiere llamar a la construcción de la civilización del amor o la nueva cultura cristiana.

      A tus descendientes les daré esta tierra.

      El cristiano, teniendo como ejemplo a Abraham, se convierte en un ser de esperanza. La esperanza cristiana está íntimamente unida a la meta que el Señor nos ofrece y para credibilidad de su promesa sella una alianza eterna. No es una esperanza estática que hay que esperar que llegue, la esperanza cristiana se va realizando en cada paso que damos hacia la gran meta. Por eso la vida del creyente es realización de la gran esperanza en cada historia, en nuestra ciudad de los hombres. La gran esperanza de llegar a la “tierra que ofrece Dios”, se le traduce en la posesión y dominio de la tierra que ya tenemos en nuestras manos. Ninguno de los seguidores de Jesús podrá llegar a la tierra prometida sin antes dejar esta tierra de los hombres en proceso de verdadera transformación.

      Jesús en su Evangelio se presenta como el realizador pleno de estas dimensiones que debe poseer el creyente, el Abraham de nuestro tiempo. (O)

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