Belén y Jerusalén: ciudades que se completan/ P. Hugo Cisneros

Columnistas, Opinión


Cuando llegaba por el camino de Jericó a la ciudad santa sentí en el interior de mi espíritu la fuerza y el significado hondo de aquellas palabras que casi a diario las canto y las rezo: «Que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén…”» y al pisar la tierra de Belén, «ciudad del pan para los judíos, ciudad de la carne para los musulmanes, escuché la voz silenciosa de mi alma que decía, uniéndose a los ángeles, «Gloria a Dios en los cielos y paz, en la tierra, a los hombres de buena voluntad.

En mi peregrinación he contemplado con admiración los iconos que conservan las diversas iglesias de rito ortodoxo y me ha impresionado profundamente ver al «niño Jesús» recién nacido, envuelto por una faja, pero que resulta ser una «mortaja» y descubrí que ellos, los ortodoxos, tienen una concepción más exacta de la misión de Jesús: »nace para llegar a su muerte (mortaja) resurrección. Por esto el motivo de la titulación de este artículo: Belén y Jerusalén: ciudades que se completan, que es lo mismo afirmar ciudades que la una explica a la otra y que la una no tiene sentido sin la otra. Belén, en su santuario del anuncio de los pastores y el de la natividad de Jesús, sobre todo, es una ciudad QUE INVITA A LA PAZ, que ofrece la sencillez y la POBREZA como caminos de vida, de amor. Belén, con su cielo abierto, con la acogida de su gente, la mayoría no son cristianos, sino palestinos y musulmanes, gritan a todo lado que no debemos matar la ALEGRIA que nace de la sencillez, la alegria por Ias cosas pequeñas y significativas como es el nacimiento de un Niño. Es un canto a todo hombre de buena voluntad. Allí en Belén, en el lugar del nacimiento de Cristo hay una estrella como indicando que Cristo es la estrella, en la vida del hombre, y como toda estrella es única, no hay otra igual a él, y que como toda estrella Cristo vino a dar luz, a romper toda clase de tiniebla, a guiar la »navegación del hombre, por los desiertos de su vida». Qué emoción tan grande el haber podido arrodillarme sobre la tierra que vio nacer el «retoño de Jesé» y adorar la presencia de Dios hecho carne-hombre. DesdeBelén, Cristo siempre, dirigió sus pasos hacia Jerusalén: es necesario que subamos a Jerusalén, pues allí el Hijo del Hombre cumplirá la voluntad de su Padre Dios». Belén, nacimiento de Cristo, no tiene sentido si los pasos de Jesús no terminan en Jerusalén, la Ciudad santa, la ciudad, para decir lo menos, más importan te para las tres religiones monoteístas: Judíos, Cristianos y musulmanes.

Qué grande es Jerusalén que nos faltaron ojos para contemplarla. Sus murallas, su valle del Cedrón, su monte de los olivos y sus contornos más o menos cercanos: Betania, Bedfagué, Emaús. Volví a vivir la esperanza allí al pie del muro del llanto. Oré por la paz, por la reuníficación de todos los pueblos bajo el cetro del único Señor Jesús. Sentí que encima del muro el Diós-Adonai estaba presente en el lugar santo de su templo. Al subir a la planicie del Templo, me sentí perdido pues lo que fue destinado a Javé, el Dios de Jesús y nuestro, hoy estaba en manos de Mahoma.

Qué riqueza la de Jerusalén que guarda esos espacios diferentes para vivencias distintas: el monte de los olivos, lugar para la meditación, para el sufrimiento callado de las angustias, espacio testigo de grandes acontecimientos: la ascensión al cielo de Jesús, el envío a los apóstoles a cumplir con el anuncio de la buena nueva. Jerusalén, la ciudad de los muros que encierran el camino doloroso, del hombre, su vía crucis, en medio de la indiferencia de los que hacen mercado y se interesan de otros valores. Pero lo más emotivo fue poder arrodillarme en el templo de la resurrección pues allí recordé las palabras paulinas: si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe e inútil nuestra esperanza. De Belén a Jerusalén volví a decidirme por Cristo que nacido en Belén, fue muerto y resucitado en Jerusalén para siempre.   (O)

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